21 de Febrero - 07:43 
 –Mundo real- 

Pasajeros del vuelo 29485, destino: Chicago, por favor embarquen por la puerta 6. 

Me mordisqueé las uñas compulsivamente, al tiempo que intercambiaba el peso de mi cuerpo en una pierna y en otra. Con mirada ansiosa, escudriñaba la portezuela por la que debía salir mi maltrecha maleta de un viaje interminable. 
Habían pasado muchas cosas desde que decidí volver a Mystical Land. Una de ellas, por ejemplo, es que volví. La otra, que no conseguí contactar con Loren. Preocupada, había comenzado a hacer indagaciones sobre los demás jugadores; Kenneth había estado toda la semana de vacaciones, que se iban a prolongar una semana más. Le mandé un mensaje de advertencia, básicamente venía a decir “ni se te ocurra entrar en el juego”. Después, busqué a Loren. Sin embargo, su rastro online era tan escaso que llegué a pensar que era uno de esos bots pregenerados para iniciar chats online en páginas picantes. Sólo tenía una página de Facebook, y la información en su perfil estaba en blanco. Encontré un blog de la época de cuando entramos la primera vez, pero no conseguí localizar la IP desde donde se enviaron los posts. Huelga decir que no contestó a los repetidos mensajes que le envié, así que decidí iniciar una táctica diferente: iba a buscar a los otros jugadores. Iba a ir a sus casas, alertar a sus familias. Sabía que Bopeep y Akira estaban en el juego, porque les había visto. Kaori, afortunadamente, no había entrado. O al menos eso pensaba. Le dejé un mensaje en su Facebook también, y después de meditarlo mucho, decidí comprar un billete para Nueva York. 

Había conseguido seguir el rastro de mis compañeros online y descubrí que Akira residía en la Gran Manzana, así como Bopeep vivía en Canadá. Lo lógico era visitar al más cercano, así que gasté todos mis ahorros en un billete hacia Nueva York. No se lo dije a Charles, no le conté absolutamente nada de mi plan, esperando que pudiera perdonarme una vez hubiese acabado todo. No lo entendería. Nadie más que nosotros lo entenderían. Tenía que rescatarlos. 
Así pues, así con decisión mi maleta cuando la vi aparecer por la cinta y me dirigí, algo despistada, hacia la salida. No había nadie emocionado esperándome en la puerta, pero no me importó. 

Una vez fuera del JFK, un aire helado me dio de lleno en la cara. Me arrebujé bajo el grueso abrigo, ocultando la nariz bajo la bufanda de punto que me había tejido mi abuelita antes de marcharme. Ella tampoco había entendido mi partida, pero normalmente no entendía la mayoría de las cosas que hacía. Arrastrando la maleta con ruedas tras de mí, anduve por la salida del aeropuerto buscando un taxi libre, y cuando lo encontré, me metí accidentalmente en el asiento del conductor, un hombre de aspecto hindi con un turbante enrollado a la cabeza. Visto mi error, se rió de buen grado. 
-¿Gran Bretaña? –Me preguntó entre risas, con el tono de alguien que está acostumbrado a errores similares. Mientras, azorada, me senté en el asiento del copiloto, a su derecha. 
-Londres –asentí, siendo repentinamente consciente de mi poco común acento británico. 
-Les pasa a muchos–comentó, mientras salía del aparcamiento para taxis. Accionó el limpia parabrisas cuando éste empezó a cubrirse por una ligera capa de nieve.- No te olvides de mirar al lado contrario cuando cruces la carretera. Nunca he entendido por qué lo hacéis al revés. 
-De hecho, fue Napoleón quien cambió la dirección de… -me interrumpí cuando vi que el taxista esperaba que le dijera un lugar a dónde ir, no una disertación sobre si se debería conducir por la izquierda por la derecha. 

Sonreí, nerviosa, mientras sacaba un papel arrugado del bolsillo y lo leía en voz alta. 
-¿Está muy lejos, esta dirección? –Le pregunté al taxista. Éste arrugó el ceño y, en un gesto poco cauto por su parte, apartó la mirada de la carretera para echarle una ojeada al papel en mi mano. 
-No tengo ni idea de dónde está. ¿Qué pone debajo, Canadá? 

Revisé el papel y enrojecí de nuevo. Era la dirección de Bopeep. Rebusqué más en el bolsillo y saqué otro papel, aún más arrugado. Comprobé lo que había escrito y se lo tendí al taxista, quien no disimuló esta vez, apartando una mano del volante para cogerlo y mirarlo con atención, conduciendo a ciegas. Cerré los ojos, mientras sentía que el corazón se me subía a la garganta. Después de unos instantes que se me hicieron interminables, el hombre me devolvió la dirección y continuó conduciendo. A lo lejos divisé el archifamoso puente de Brooklyn, y por un instante lamenté no haber traído una cámara de fotos. Me mordí el labio, no estaba de turismo. 
Desvié la mirada hacia el retrovisor del coche y me fijé en los coches que teníamos detrás. Verdaderamente, Nueva York era una ciudad con muchísimo tráfico. Y uno de lujo, guau, un Audi negro de alta gama nos pisaba los talones. De hecho, cada poco tiempo miraba por el retrovisor y ahí estaba, el Audi negro. Me fijé en la matrícula, tratando de recordar los números. Sí, pasaron los minutos y ahí seguía. 

Mi conductor dejó atrás el larguísimo puente y comenzó a callejear por las transitadas avenidas de la Gran Ciudad, mientras el otro coche no nos perdía de vista. Traté de averiguar quién era el conductor, pero tenía los cristales tintados, incluso el delantero; ¿estaba permitido eso? Comenzaron a sudarme las manos. ¿Qué demonios? ¿Por qué me estaba siguiendo un coche negro? ¿Un coche negro de ricos? ¿Aquí? ¡Si acabo de llegar! ¿La mafia italiana? Me volví a morder el labio. No, si alguien me seguía, tendría que ser… el genio maligno. Joder, tenía que buscarle un nombre más apropiado al idiota que nos había encerrado en el juego. Genio maligno sonaba a… villano de dibujos animados. 
Miré de nuevo por el retrovisor. El coche había desaparecido. Me recosté sobre el asiento, con un suspiro de alivio, y dirigí la mirada hacia el taxista. 
-La dirección que le he dado, ¿está muy lejos de aquí? 
-A un par de manzanas, llegaremos en seguida.
-¿Le importa si me bajo ahora? Llevo muchas horas en el avión y necesito estirar las piernas. 

No le importó. Le pagué lo convenido (¡estaba utilizando dólares, como en las películas!) y dejé atrás al taxi con paso rápido, echando rápidas ojeadas por encima de mi hombro. De pronto lo vi aparecer de nuevo: aquel Audi negro. Sin pensarlo, eché a correr, perdiéndome entre la ajetreada multitud que se dirigía hacia la boca del metro. Descendí por los escalones helados, resbalando en algunos, y me oculté en el hediondo baño de la estación. 
El corazón me latía salvajemente. Dios, ¿en qué me estaba metiendo? Con las manos temblorosas, un poco por el frío, otro tanto por el nerviosismo, abrí la maleta y metí dentro el gorro y la bufanda que llevaba puestos. En su lugar, los sustituí por un foulard negro que me taparía el llamativo color rojo del abrigo, y por una boina de estilo francés, donde recogí el resto de mi cabello que hasta el momento había caído, lacio, por mi espalda. Cerré la maleta rápidamente y salí del metro, dispuesta, ahora más que nunca, a encontrar a Akira. O lo que quedara de él. 

-9:55-